Gerardo Varela
Julio es el mes de las revoluciones. El 4, la Revolución Americana, donde EE.UU. conmemora la declaración de independencia; y el 14, la Revolución Francesa, simbolizada en la toma de la Bastilla. Ambas tienen en común que la causa última fueron los impuestos. La Revolución Francesa se inicia porque Luis XVI convoca a los Estados Generales a reunirse para aprobar alzas de impuestos. Se la niegan, y al poco andar lo decapitan. Los americanos, por el contrario, arriesgaron sus cabezas oponiéndose al rey de Inglaterra, que se negaba a reconocerles los mismos derechos que al Parlamento inglés. "No taxes without representation" gritaron en Boston, y el Tea Party arrojó el té al mar, detonando la revolución.
Los impuestos y su correlato la defensa de la propiedad mueven montañas. La reforma protestante solo agarró vuelo cuando Lutero liberó a los príncipes alemanes de la obligación de pagar al Papa el diezmo eclesiástico. Nuestra guerra del Pacífico, sin ir más lejos, se produce porque los bolivianos les aplican impuestos a los chilenos, contrariando un tratado previo.
La lucha por limitar la codicia del poderoso de turno ha sido larga, y jamás ganada del todo. La Carta Magna de 1215, que es el primer documento que limita el poder del soberano, no solo regula el derecho a no ser privado de libertad sin debido proceso (Habeas Corpus), sino que también obliga al rey a preguntarles a los pares cada vez que quiera cobrarles impuestos.
Nuestra Constitución, recogiendo la más vieja aspiración de las libertades personales frente al soberano, protegió sus bienes (derecho de propiedad), que solo pueden ser expropiados previa indemnización, y consagró que solo por ley se pueden imponer tributos. Es lo que hoy se denomina el principio de legalidad de los tributos. Además, nuestra sensata Constitución agregó dos principios que deben preservarse: uno que prohibió los tributos manifiestamente desproporcionados o injustos, y otro que asegura que las leyes que afecten derechos personales no pueden afectarlos en su esencia.
Estas normas constitucionales las complementa el sensato Código Civil cuando obliga a que en la interpretación de la ley se respete la letra antes que el espíritu. La historia enseñaba a Andrés Bello que el espíritu de las leyes es siempre confuso y opinable, y tiende milagrosamente a coincidir con la voluntad del poderoso de turno. Por eso la interpretación de la ley es un ejercicio de racionalidad intelectual, y no de espiritismo animista que debe realizar el Poder Judicial, y no el Poder Ejecutivo.
El principio de legalidad supone que los economistas tienen poco que ver en el tema tributario, es un terreno entregado a los abogados. A nosotros, porque el derecho evita las revoluciones. Somos nosotros los que usamos la ley, y no las armas para proteger sus derechos.
Por eso no hay que confundir la "evasión" tributaria, que es un delito, con la "elusión", que es un derecho. La elusión no es otra cosa que el derecho a elegir el camino jurídico más barato tributariamente para circular por esta tierra. Si el soberano les pone impuestos a los autos a bencina, usted puede comprarse un diésel, aunque sea más caro; es su derecho. No hay equivalente económico o substancia económica alguna que lo pueda forzar a elegir el camino tributariamente más oneroso para hacer negocios. Y aunque no le guste al publicano, pagar menos impuestos es una razón de negocios. Vender una casa este año para no pagar impuestos el próximo es una legítima razón para venderla y que ningún abusador le diga lo contrario. Ochocientos años de lucha por los derechos personales lo protegen.
Ahora, si usted se siente culpable ejerciendo su derecho a eludir, no lo haga. Si considera que paga poco impuesto, pague más. Lo que resulta inaceptable es exigirle al resto que lo haga primero.
Así que proteja la elusión y critique la evasión. No tolere más facultades para el recaudador y exija que sus derechos los sigan protegiendo los jueces. Eso mantiene a raya la codicia del Estado, preserva un gobierno de leyes y evita revoluciones.
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