Al arzobispado nacional le tomó muchos años resolverse a aclarar las sospechas y luego las denuncias por conducta impropia del sacerdote Fernando Karadima, encargado de la Parroquia del Sagrado Corazón que los periodistas llaman "Iglesia de El Bosque", por la calle donde está ubicada.
Por una parte es comprensible la demora y hasta la renuencia a someter a proceso a un párroco de gran carisma vocacional y enorme convocatoria sobre una feligresía devota de católicos observantes.
Muchos sacerdotes —varios hoy obispos— abrazaron su vocación merced a su ejemplo pastoral y no era nada raro encontrarse con católicos destacados en todos los ámbitos del quehacer nacional entre los asistentes a las siempre muy concurridas misas dominicales.
Los retiros que el "querido padre Karadima" dictaba en Semana Santa eran tan populares que los asistentes llevaban sus propios asientos porque la iglesia simplemente se repletaba incluyendo los pasillos y hasta las áreas exteriores donde su prédica —tan mariana y sentida— era difundida por altavoces.
Por otra parte, se hizo evidente en este tema un muy mal entendido espíritu de cuerpo y de camarilla que por años ha mantenido equivocadamente el arzobispado.
Espoleado por la publicidad de las denuncias, el asunto fue finalmente entregado al escrutinio del Vaticano, cuya Congregación para la Doctrina de la Fe —encabezada por el cardenal norteamericano William J. Levada— sentenció la culpabilidad de don Fernando condenándole a un retiro perpetuo con prohibición de ser contactado por la feligresía y por cualquier católico que haya tenido alguna relación pastoral con él.
La inobservancia de esta sentencia será penada con la pérdida del estado sacerdotal (llamada "dimisión del estado clerical"), lo que prácticamente significa la expulsión del clero y su reducción al estado de un simple laico.
A muchos periodistas y políticos no católicos —o de débil testimonio de fe— esta penalidad les parece insuficiente y claman porque la "justicia criminal" prenda al sacerdote y le meta en la cárcel.
Junto con su escasa versación cristiana, estas personas desconocen que para nuestro entorno normativo la naturaleza y circunstancias de los cargos formulados carecen de la gravedad que merezca esa pena aflictiva.
Por el contrario, para el entorno pastoral, estas faltas son gravísimas y producen un daño que, excediendo el que afecta a los jóvenes inducidos a prácticas indecentes, daña de forma terrible y casi irreparable la relación de confianza y entrega a la dirección espiritual que todo católico estima imprescindible en su tránsito por la vida.
Hay otras aristas de este asunto que probablemente son materia de los tribunales ordinarios, sobre todo las relativas a ciertas denuncias por prácticas deshonestas en el manejo de dineros aportados por la feligresía para el mantenimiento parroquial y que, aparentemente, fueron destinados a fines ilegítimos.
Pero los periodistas y los políticos que claman por la cabeza de don Fernando Karadima están lejos de entender que en la práctica están pidiendo una oportunidad para que este asunto se transforme en una inmolación del acusado, cuestión que distorsionaría gravemente el efecto de la terrible sentencia que la Iglesia ha dejado caer sobre él.
Ensañarse con un caído provoca repudio y crea un impulso natural a la defensa del abusado. Metido entre rejas, es probable que convoque a muchos visitantes que sin ser siquiera católicos acudan a él llevados por similar motivación a la que impulsa a los visitantes a llevar flores y orar ante la tumba de grandes asesinos o crueles personajes ultimados por la justicia.
Aunque la ley puede poner a alguien en la cárcel, no puede prohibirle las visitas ni menos todavía prohibir a eventuales visitantes que se alleguen al encerrado.
La actual sentencia sí que puede, y en ese sentido es incomparablemente más determinante y efectiva que la "justicia" que claman los no católicos.
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