sábado, 18 de octubre de 2014

Carta para Marco Enríquez-Ominami

Estimado Marco:

He visto la reciente entrevista en CNN donde dijiste que habrías sido mirista y calificaste al MIR como “un movimiento intelectualmente preclaro, brillante”. No es la primera vez que te expresas de esa manera. Así, por ejemplo, en una entrevista de julio de 2013 decías: “Yo habría sido mirista cien veces, porque creo que era una forma de entender la política muy fascinante, de mucha lucidez”. No se trata, por lo tanto, de un desliz ni de una pose, sino de algo sobre lo que has reflexionado largamente cosa nada extraña siendo tu padre la figura sin duda más prominente de lo que fue el MIR.

Es por ello que te escribo, pero no solo por ser quien eres sino por todos aquellos jóvenes que te escuchan pronunciarte de esa forma acerca de un movimiento que fue uno de los grandes responsables de la entronización de la violencia política en Chile y la destrucción de aquella democracia que personas como tu padre tanto despreciaron y tanto hicieron por hundir. Me cuesta entender que se pueda considerar como intelectualmente preclara una propuesta política que propugnaba la así llamada dictadura del proletariado y la insurrección armada contra la democracia, como lo hizo el MIR desde su fundación a mediados de los años 60. O usar calificativos como brillante, lúcido y fascinante para referirse a un movimiento que se inspiraba en regímenes dictatoriales como el de Cuba, China, Vietnam o Corea del Norte y que tenía por ícono a Lenin.

Entiendo tu dilema personal. Es también el mío, pero en cierta medida aún más cercano ya que yo fui mirista e incluso llegué a conocer a tu padre, que estuvo un par de veces en nuestra casa de la calle Catedral. Además, mi madre fue socialista y estuvo detenida en Villa Grimaldi en 1975. Lo que te quiero comunicar no es por ello una reflexión distante sino un relato, que conoce algunas versiones anteriores, de mi intento por comprender tanto la atracción como la peligrosidad de ideas como aquellas en las que tanto tu padre como muchos otros creímos. Permíteme empezar con algunos recuerdos de mi abuelo en el Chile de los años 60.

Mi abuelo me hablaba siempre de la soberbia. Me miraba con cariño pero también con temor cuando yo le contaba, lleno de entusiasmo, de mis ideas revolucionarias, de cómo pronto cambiaríamos completamente el mundo y liberaríamos al ser humano de todo aquello que lo atribula, humilla y empequeñece. Él era profundamente religioso y no podía dejar de reconocer la veta mesiánica en su nieto. Conversábamos largamente bajo el parrón de nuestra casa en ese Santiago de comienzos de los años sesenta, que pronto vería llenarse sus calles de jóvenes como tu padre y como yo, deseosos de revolución. Mi abuelo insistía en la soberbia y yo lo miraba como una reliquia del pasado.

Todo lo que él quería decirme está plasmado en una frase de Jesús en los evangelios cuya profundidad no entendí sino mucho después: “Mi reino no es de este mundo”. Es una advertencia sabia, un llamado a la modestia acerca de lo que humanamente podemos alcanzar.Con mi abuelo hace ya mucho que no puedo conversar. Un ataque al corazón puso fin a su vida en 1968 y no alcanzó a ver como su Chile tan querido se hundía en una lucha fratricida que terminaría desquiciando a su pueblo y destruyendo su antigua democracia. Yo sí lo vi y, además, puse mi granito de arena en esa triste obra de destrucción. Ni cambiamos el mundo ni liberamos a nadie. Terminamos como mártires o como víctimas, y como tal nos acogieron generosamente por todas partes. Pero también podríamos haber terminado como verdugos, como lo han hecho todos aquellos que han llegado al poder inspirados por la idea de la transformación total del mundo y la creación del hombre nuevo.

A esta triste certidumbre llegué hace ya mucho tiempo, cuando luchaba contra mí mismo a comienzos de los años 80 en la biblioteca universitaria de aquella hermosa y apacible ciudad del sur de Suecia llamada Lund. Allí escribí mi tesis doctoral,Renovatio Mundi, que no es otra cosa que un arreglo filosófico de cuentas con aquellas ideas que en nombre de la redención de la humanidad nos invitan a lo que no es otra cosa que un genocidio, es decir, a la destrucción del ser humano tal y como es para poblar al mundo con una nueva especie, salida de nuestros sueños utópicos. Es precisamente ese sueño deslumbrante el que un día nos lleva, como dijo Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, a “purificar, purgar, expulsar, deportar y matar”. Es la soberbia en acción, la hybris del bien o la bondad extrema que nos lleva a su contrario. De ello me hablaba mi abuelo al final de su largo peregrinar, pero su nieto tuvo que recorrer un largo camino para entenderlo.

El camino que emprendí tuvo su punto de partida en lo que para mí era evidente por mi propia experiencia: que la fuerza de los movimientos que pretenden instaurar el paraíso en la Tierra –como lo hace el marxismo con su propuesta del comunismo– está dada por su capacidad de atraer a aquellos sin los cuáles esos movimientos no llegarían muy lejos, a saber, a los altruistas e idealistas o, para decirlo de otra manera, a aquellos que se van a entregar a la causa de la revolución con la devoción de un santo, poniendo de una manera ejemplar todas sus fuerzas e inteligencia al servicio de una causa que para ellos encarna la bondad plena. Justamente por ello los admiramos y se hace tan difícil entender que se trata de seres –como tu padre y mi madre– que se hacen revolucionarios para hacer el bien pero terminan –si tienen la oportunidad– haciendo un mal espantoso. Ese fue mi punto de partida, la dramática paradoja que necesitaba explicar.

La conclusión a la que llegué es que las propuestas revolucionarias en general y el marxismo en particular eran una secularización del pensamiento mesiánico que atraviesa –creando grandes tensiones y conflictos muchas veces sangrientos– toda la historia del cristianismo. Se trata de la idea del retorno inminente del Mesías y la instauración del Reino de Cristo en la Tierra de que habla el Apocalipsis, un reino de armonía y felicidad que duraría mil años –por ello se conoce a estos movimientos como milenaristas–, y que definitivamente superaría la condición precaria de la vida tal como la hemos conocido hasta ahora, recreando al mismo ser humano, que sería así convertido en un hombre nuevo para un mundo depurado del mal.

Propio del mesianismo –tanto medieval como moderno, religioso o ateo– es la creencia no solo en la cercanía de un paraíso terrenal sino en la intervención de un grupo iluminado que juega un papel protagónico en la gran conflagración que, según el arquetipo bíblico, precedería a la recreación del mundo y del hombre. Se trata de la “vanguardia revolucionaria” –para usar la jerga mirista tomada del leninismo– que con su accionar abre paso a la instauración de una sociedad sin clases ni egoísmos, donde impera la justicia, la armonía y la abundancia.

Todo ello modernizado en el caso del marxismo, usando un lenguaje seudocientífico, mediante el cual el plan redentor de la Divina Providencia se convierte en las “leyes de la historia”, impulsadas por el desarrollo incontenible de las fuerzas productivas y finalmente descubiertas por Marx y el “socialismo científico”. Así, la victoria del comunismo no es concebida como un acto antojadizo de voluntad –si bien requiere de ella en la forma de esa violencia revolucionaria que Marx y Engels llamaron “la partera de la historia”– sino como la conclusión necesaria e inevitable de la historia de la humanidad.

Este fue el marxismo que me “robó el alma” cuando yo era muy joven, esa fue nuestra fe, una religión atea deslumbrante que nos invitaba a jugar a ser dioses. Por ella nos convertimos en revolucionarios profesionales, en “bolches”, como decíamos en esos tiempos con tanto orgullo. Me dio –al menos así lo creía entonces– una comprensión total de la historia y un rol sublime en una gesta épica de proporciones grandiosas. ¿Cómo negarse entonces a tomar parte en ese capítulo extraordinario de la historia de la humanidad? ¿Cómo no entregarse de lleno a esa fiesta de liberación de nuestra especie de todos aquellos males que siempre la habían aquejado? ¿Cómo no ser santo, misionero y mártir de una causa tan bella por la cual, sin duda, valía la pena dar la vida propia y también la de muchos otros?

Pero es justamente allí, en esa entrega total y sublime, donde se enturbian definitivamente las aguas cristalinas de la utopía y Maquiavelo aparece, donde la bondad extrema del fin puede convertirse en la maldad extrema de los medios, donde la supuesta salvación de la humanidad puede hacerse al precio de sacrificar la vida de incontables seres humanos, donde se puede “amar” al género humano y despreciar a los hombres de carne y hueso. Che Guevara lo expresó con claridad en su célebre Mensaje a la Tricontinental: “qué importan los peligros o el sacrificio de un hombre o de un pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad”. Y por ello mismo nos instaba a transformarnos en una “fría máquina de matar” a fin de poder materializar el sueño revolucionario del hombre nuevo.

Es en ese intersticio de amoralidad absoluta –también llamada, como bien lo sabrás, “moral revolucionaria”–, donde todo lo que fomenta la causa de la revolución está permitido, que se ubica la alabanza a la violencia de la revolución comunista hecha ya por el joven Marx o el llamado de Lenin a usar “todos los procedimientos de lucha”, incluyendo explícitamente el terror, y a “no escatimar métodos dictatoriales” para instaurar la utopía comunista. Ya en 1901, en el cuarto número de su periódico clandestino (Iskra), escribió: “En principio nunca hemos rechazado, ni podemos rechazar, el terror”, y después del golpe de Estado que lo llevó al poder en 1917 hizo justamente del terror su arma fundamental de opresión (no olvides que la feroz policía política leninista, la Cheka, fue creada ya ese mismo año). Todo eso es importante recordarlo, ya que nosotros fuimos marxistas-leninistas en serio, es decir, dispuestos a morir y a matar por la revolución.

Los “campos de la muerte” de Pol Pot o el intento demencial de la revolución cultural de Mao y sus guardias rojos de borrar la herencia cultural de la humanidad para crear, desde cero, un nuevo tipo de ser humano, son hijos del mismo espíritu mesiánico, donde un fin que se propone como sublime justifica los medios más atroces. Por ello es que un día no solo podemos sino que debemos convertirnos, cuando las circunstancias así lo requieren, en dictadores, inquisidores y verdugos.

Esto fue lo que entendí un día, pero lo entendí no como un problema de otros o de una categoría especial de seres singularmente malos, sino como un problema mío y de los seres humanos en general. Vi todo ese potencial de hacer el mal que todos, de una manera u otra, llevamos dentro y vi como yo mismo podía transformarme en un ser absolutamente amoral y despiadado respecto del aquí y el ahora con el pretexto de un más allá y un mañana gloriosos.

Así pude reconocer en mí al criminal político perfecto del que tan certeramente nos habla Albert Camus en El hombre rebelde: aquel que mata sin el menor remordimiento y sin límites ya que cree hacerlo a nombre de la razón y el progreso. Y me di cuenta de que yo no era esencialmente distinto de los grandes verdugos del idealismo desbocado, de los Lenin, Stalin, Mao o Pol Pot, pero también, a su manera, de los Hitler y los redentores totalitarios de todos los tiempos. Y me asusté de mi mismo y me fui a refugiar en el pedestre liberalismo que nos invita a la libertad pero no a la liberación, que defiende los derechos del individuo contra la coacción de los colectivos, que no nos ofrece el paraíso en la tierra sino una tierra un poco mejor, que no nos libera de nuestra responsabilidad moral sino que nos la impone, cada día y en cada elección que hacemos.

Eso es lo que quería decirte. Espero que estas líneas te ayuden a comprender mejor a tu padre y a quienes nos dejamos llevar por la tentación de la bondad extrema. No es una excusa por lo que hicimos, pero sí un intento de explicarlo que, a mi juicio, le debemos a Chile. De otra manera seguiremos construyendo mitos nada inocentes y contando medias verdades.

Saludos cordiales,

Mauricio Rojas
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Nota:

Reproduzco esta carta, publicada originalmente en El Líbero, porque creo que la honestidad intelectual de Mauricio Rojas es ejemplar y merece ser difundida. No comparto todo lo que dice, pero si creo en lo esencial de esta carta donde admite que el socialismo es una fe, no un conocimiento académico ni menos científico. En sentido contrario al cristianismo, que se basa en el amor y el entendimiento, el socialismo supone que la suerte de unos es culpa de otros, dignos de ser borrados del mapa. Es decir, el socialismo es la glorificación del odio y, por lo tanto, genocida y peligroso en extremo para la paz, el desarrollo y la supervivencia digna del ser humano.

9 comentarios:

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    1. Gracias, la reproduzco para que quede este registro y volver a él, cuando sea el caso.

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  2. Es buena, salvo a que Mauricio Rojas le sale lo marica: "Terminamos como mártires o como víctimas, y como tal nos acogieron generosamente por todas partes". Se olvida que ellos internaron 15 toneladas de armas procedentes de Cuba y que trajeron a extranjeros para imponer su dictadura comunista.

    Mauricio Rojas nunca ha criticado el accionar de los grupos terrorista del Mir y el FPMR durante el Gobierno Militar. Los malos son los militares, porque la guerra de guerrilla les resultó el tiro por la culata. Emplea el lenguaje de la Izquierda, cuando habla de 'victimas'.

    Como he manifestado otras veces en este blog tanto a Roberto Ampuero como Mauricio Rojas, le quedan resabios de su pasado izquierdista. ¿Para qué se hacen las víctimas? No les funcionó el matonaje y andan lloriqueando como niñas. Y él sabe a que a los matones uno se los saca o les pide a otro que los saque.

    Si tuviese algo grandeza y decencia, simplemente, pediría una Ley de Amnistía y olvidaría, tal como lo hicieron después de la Guerra Civil de 1891. Por no perdonar nos quedamos sin futuro, que es un post que escribí hace poco.

    MEO es un mitónamo y demente. No tiene remedio. Es tan mentiroso que dijo una vez que el Mir nació para combatir el Gobierno Militar, omitiendo que nació para instalar una dictadura comunista. MEO es, a fin de cuentas, "un hijo de". Eso es todo.

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    1. Creo que los líderes de la derecha no han sabido sacar las lecciones ni provecho alguno de los arrepentimientos públicos de Mauricio Rojas, Roberto Ampuero, Luis Guastavino, Jorge Schaulsohn, Fernando Flores y otros.

      Tal como dice hoy Ampuero en El Mercurio (pág. 8 en cuerpo Reportajes), los derechistas no hicieron su trabajo de documentar y denunciar los abusos de la dictadura castrista de Allende.

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  3. Es que les dio flojera. Además, durante los 17 año del GM no hicieron ningún esfuerzo en difundir los principios del liberalismo, sólo se dedicaron a hacer plata, dejando la tarea ideológica en manos de los militares, los que no tenian preparación para eso.
    Viendo un video de un documental de Perón, me di cuenta que para calificar al Gral. Pinochet como dictador a este último (Pinochet) le faltó mucho. A lo más fue un hombre fuerte, cabeza de un gobierno fuerte llamado a ordenar las cosas. De ahí concluyo que no estaba buscando su entronizaicón como el "caudillo máximo" de otros países.

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    1. Perón si fue dictador, populista, corrupto y con ínfulas imperialistas. Para una descripción de esta realidad con lujo de detalles, leer "Nuestros vecinos argentinos", de Alejandro Magnet,

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  4. A eso voy, tal vez no me dí a entender bien. Si hacemos una comparativa de la conducta de Perón y Pinochet, la única coincidencia importante es que ambos apellidos se escriben con P, ya que Perón realizó un verdadero trabajo de ideologización y de vincular su persona con su obra y con la nación, llegando a ser una sola cosa en la mentalidad de muchos argentinos, incluso de generaciones posteriores.

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  5. En el caso de Pinochet, y hablo como una persona que creció bajo su gobierno, jamás recuerdo que exisitiese una suerte de veneración a su persona. Claro que hubo propaganda y todo lo demás, necesario para difundir su pensamiento y obra, pero no a los niveles de casi constituirse en un "Mesías" para Chile.

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    1. Eso es correcto. El gobierno militar no instaló un aparato de propaganda ni menos uno de culto a la personalidad del jefe de estado. Al contrario, la UP/DC basa todo su actuar en la propaganda y el culto a la personalidad

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