martes, 18 de marzo de 2014

Sin moral ni principios, no hay libertad

Axel Kaiser

En 1800 la persona promedio en los países hoy desarrollados vivía con el equivalente actual a 
US$ 3 diarios. Al momento de escribir estas líneas, el ingreso del habitante promedio en esos mismos países es de US$ 100 diarios. Si el cálculo se hace incluyendo las regiones más atrasadas del planeta, el habitante promedio consume hoy 10 veces más que hace doscientos años.

En el caso de un país rico como Noruega, por ejemplo, el ingreso promedio es hoy 45 veces superior al de hace dos siglos, cuando Noruega era más pobre que el Bangladesh del presente. Diversos índices como el de mortalidad infantil, expectativas de vida, nutrición, escolaridad, alfabetización, entre muchos otros, muestran una evolución similar.

Este avance material, por cierto, ha ido acompañado de un similar avance en otras dimensiones igualmente relevantes para la existencia humana. En estos últimos dos siglos la esclavitud ha sido casi eliminada, la igualdad de derechos civiles y políticos se ha convertido en una obviedad -al menos en Occidente- y la democracia se ha perfilado como la forma de gobierno más aceptada. No cabe duda: en apenas dos siglos la humanidad progresó exponencialmente más que en las decenas de miles de años previos.

La pregunta fundamental es qué fue lo que llevó a este avance tan espectacular gracias al que hoy un ciudadano promedio en Francia tiene una mejor calidad de vida que la que tenía el rey Luis XIV. La respuesta es conocida: la revolución industrial que desató las fuerzas creadoras del capitalismo y la sociedad abierta. Esta visión es correcta y por cierto ningún economista serio del mundo cuestiona el hecho de que el capitalismo ha sido la fuerza más formidable de creación de riqueza que haya conocido la humanidad. Incluso Marx destacó el potencial creador y transformador del capitalismo. Pero ello no contesta por qué se produjo la revolución industrial.

A esa tarea se abocó la notable economista Deirdre MacCloskey en su extraordinario libro Bourgeois Dignity. Según MacCloskey, lo que permitió el gran salto de la miseria y la tiranía que ha caracterizado casi toda la historia humana a la riqueza y libertad que conocemos actualmente, fue un cambio fundamental a nivel de ideas, es decir, a nivel intelectual. En palabras de la autora: “el más grande acontecimiento económico no fue causado por el comercio, la inversión o la explotación. Fue causado por ideas”. MacCloskey explica que fue el triunfo de las ideas liberales propagadas por pensadores como Adam Smith lo que nos permitió abandonar la pobreza extrema en la que vivieron nuestros antepasados.

Fue el liberalismo, dice MacCloskey, el que abrió paso a la innovación y con ella al progreso material y social que hoy disfrutamos. El fundamental aporte lo realizó esta corriente de ideas al dignificar a la burguesía. En otras palabras, las ideas liberales cambiaron la percepción general de inmoralidad que se tenía sobre el empresario y el innovador llevando a abrir espacios de libertad antes desconocidos. China e India son dos ejemplos modernos citados por MacCloskey en que el mismo proceso de aceptación de las ideas liberales y de dignificación de la burguesía -que Marx tanto detestaba- ha permitido sacar a cientos de millones de personas de la miseria más extrema.

Si MacCloskey tiene razón, la dignidad del rol del emprendedor y del innovador, así como las condiciones institucionales necesarias para que estos prosperen mejorando la calidad de vida de todos nosotros, se encuentran en directa relación con la vigencia que tienen las ideas liberales clásicas en una sociedad. Y esto implica, como sugirió Ludwig von Mises, que también los empresarios deben cuidar su reputación y velar porque ideologías opuestas a la libertad no destruyan la legitimidad moral y la aceptación social que requieren los innovadores para poder desarrollar su potencial creativo.

Lamentablemente, muchos hombres y mujeres de negocios parecen no entender la extrema relevancia que tiene el mundo intelectual para la prosperidad de las naciones y, a la larga, para la de sus propios negocios. A ellos solo queda recomendarles la lectura de la obra de MacCloskey.

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