(desde Lima, Perú)
Por años, sucesivos gobiernos en Chile han logrado resultados económicos que han convertido a su país en “el milagro” de América Latina. Hoy, esta nación posee la renta per cápita más alta de la región, la cual aumentó desde aproximadamente US$5.000 en 1990 a casi US$20.000 a la actualidad y el Banco Mundial la considera dentro del grupo de países con ingresos altos en el mundo.
Por años, sucesivos gobiernos en Chile han logrado resultados económicos que han convertido a su país en “el milagro” de América Latina. Hoy, esta nación posee la renta per cápita más alta de la región, la cual aumentó desde aproximadamente US$5.000 en 1990 a casi US$20.000 a la actualidad y el Banco Mundial la considera dentro del grupo de países con ingresos altos en el mundo.
Durante ese mismo período, además, Chile logró reducir la cantidad de ciudadanos que se encuentra debajo de la línea de pobreza del 40% al 15%, más que el resto de países latinoamericanos. Y, según las Naciones Unidas, es el país que tiene el mayor índice de desarrollo humano por este lado del orbe.
La receta que Chile ha seguido para obtener estos impresionantes resultados no es un secreto: por décadas el país del sur ha apostado por la libertad económica. Muestra de ello es que, durante los 20 años de existencia del Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage, Chile ha sido calificado consistentemente como una de las economías más libres del planeta. De hecho en el ránking del 2014, ocupa el puesto 7 de todo el mundo y el primero de América Latina.
No obstante, a pesar de que la mencionada apuesta le ha pagado tan bien a Chile, Michelle Bachelet está considerando seriamente la posibilidad de colocar sus fichas en otro lado. La presidenta de Chile ha anunciado su intención de elevar los impuestos, aumentar las prestaciones sociales que brinda el Estado e incluso promulgar una nueva Constitución para profundizar este tipo de cambios.
Aún es incierto si la señora Bachelet tendrá el apoyo para implementar todas estas iniciativas. Su partido no tiene los 80 votos necesarios para cambiar la Carta Magna y la coalición con la que llegó al poder está integrada por grupos disímiles, los comunistas y los demócratas cristianos, que no necesariamente coinciden en la dirección hacia la que debería caminar su país. Sin embargo, las convicciones de la presidenta de que el “modelo chileno” debería llegar a su fin parecen ser firmes. Según ella “la verdadera amenaza de Chile es no hacer las reformas”. Existe, por tanto, una posibilidad de que la economía chilena termine “europeizándose”. Es decir, que se adelgace la libertad económica con la finalidad de alimentar a un Estado de bienestar más nutrido.
Las razones para este cambio de rumbo son conocidas y las enfrenta cualquier país que ha experimentado un crecimiento importante: una vez que la torta crece, a los políticos les es más fácil dedicarse a repartirla populistamente en vez de profundizar las reformas que permitirían que la misma crezca más y con mayor velocidad. Dichos políticos, sin embargo, pasan por alto que el principal inconveniente de convertirse en un país con un Estado de bienestar europeo es que es imposible hacerlo sin adquirir también los problemas económicos de Europa. Es decir, un estancamiento de la productividad y la competitividad que ha llevado a que estos países hoy estén buscando desmantelar aunque sea parte de sus insostenibles sistemas de prestaciones sociales.
En el Perú, de hecho, algo de esto también ha sucedido. El gobierno de Humala ha aprovechado los recursos que ha traído el crecimiento económico para expandir considerablemente los presupuestos y el alcance de los programas sociales sin medir las consecuencias de esta decisión. Un ejemplo es el Programa Juntos. En el primer año de este gobierno pasó de beneficiar a 950 mil personas a asistir a 1.500.000. Un número que sigue creciendo sin que nada asegure que será financieramente sostenible o que los receptores de la ayuda estén desarrollando medios para lograr producir en un futuro su propia riqueza.
El Perú debería ver lo que ocurre en Chile y tomar de ello dos lecciones. La primera, que debemos estar preparados para ver más políticos prometiendo una “mejor” repartición de la torta, pues es una tendencia natural pero que trae negativas consecuencias para el crecimiento. La segunda, que si Chile implementa el cambio de rumbo que propone Bachelet, deberíamos aprovechar el momento para profundizar la apertura de nuestra economía y tomar el liderazgo económico de la región que el vecino del sur, probablemente, abandonaría.
La receta que Chile ha seguido para obtener estos impresionantes resultados no es un secreto: por décadas el país del sur ha apostado por la libertad económica. Muestra de ello es que, durante los 20 años de existencia del Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage, Chile ha sido calificado consistentemente como una de las economías más libres del planeta. De hecho en el ránking del 2014, ocupa el puesto 7 de todo el mundo y el primero de América Latina.
No obstante, a pesar de que la mencionada apuesta le ha pagado tan bien a Chile, Michelle Bachelet está considerando seriamente la posibilidad de colocar sus fichas en otro lado. La presidenta de Chile ha anunciado su intención de elevar los impuestos, aumentar las prestaciones sociales que brinda el Estado e incluso promulgar una nueva Constitución para profundizar este tipo de cambios.
Aún es incierto si la señora Bachelet tendrá el apoyo para implementar todas estas iniciativas. Su partido no tiene los 80 votos necesarios para cambiar la Carta Magna y la coalición con la que llegó al poder está integrada por grupos disímiles, los comunistas y los demócratas cristianos, que no necesariamente coinciden en la dirección hacia la que debería caminar su país. Sin embargo, las convicciones de la presidenta de que el “modelo chileno” debería llegar a su fin parecen ser firmes. Según ella “la verdadera amenaza de Chile es no hacer las reformas”. Existe, por tanto, una posibilidad de que la economía chilena termine “europeizándose”. Es decir, que se adelgace la libertad económica con la finalidad de alimentar a un Estado de bienestar más nutrido.
Las razones para este cambio de rumbo son conocidas y las enfrenta cualquier país que ha experimentado un crecimiento importante: una vez que la torta crece, a los políticos les es más fácil dedicarse a repartirla populistamente en vez de profundizar las reformas que permitirían que la misma crezca más y con mayor velocidad. Dichos políticos, sin embargo, pasan por alto que el principal inconveniente de convertirse en un país con un Estado de bienestar europeo es que es imposible hacerlo sin adquirir también los problemas económicos de Europa. Es decir, un estancamiento de la productividad y la competitividad que ha llevado a que estos países hoy estén buscando desmantelar aunque sea parte de sus insostenibles sistemas de prestaciones sociales.
En el Perú, de hecho, algo de esto también ha sucedido. El gobierno de Humala ha aprovechado los recursos que ha traído el crecimiento económico para expandir considerablemente los presupuestos y el alcance de los programas sociales sin medir las consecuencias de esta decisión. Un ejemplo es el Programa Juntos. En el primer año de este gobierno pasó de beneficiar a 950 mil personas a asistir a 1.500.000. Un número que sigue creciendo sin que nada asegure que será financieramente sostenible o que los receptores de la ayuda estén desarrollando medios para lograr producir en un futuro su propia riqueza.
El Perú debería ver lo que ocurre en Chile y tomar de ello dos lecciones. La primera, que debemos estar preparados para ver más políticos prometiendo una “mejor” repartición de la torta, pues es una tendencia natural pero que trae negativas consecuencias para el crecimiento. La segunda, que si Chile implementa el cambio de rumbo que propone Bachelet, deberíamos aprovechar el momento para profundizar la apertura de nuestra economía y tomar el liderazgo económico de la región que el vecino del sur, probablemente, abandonaría.
Editorial de hoy del diario El Comercio, de Lima, Perú.
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